Imágenes del acto inaugural de la exposición Color Noventas (Abril 2024). Ministerio de Cultura .Sala Kuélap.
Quienes egresamos en los años 90s de la Escuela Nacional Superior de Bellas Artes del Perú (ENSABAP) fuimos producto de toda un dinámica
social y económica rica en materia social y cultural pero también de cambios que
implicaron cuestiones políticas y económicas complejas. De hecho, alrededor de una álgida coyuntura de censura visualizábamos desde ya el interés que otras zonas del arte despertaban con profunda preocupación para el status quo por su desmedido poder de convocatoria juvenil y adulta, sea a través de un performance, un discurso
subterráneo u otro discurso periodístico de caricaturas, las cuales se sumaban
de manera artera a nuestro abordaje académico y emocional aunque aún afrancesado
de cánones y métricas que nos deleitaba al delinearla, y que nos colocaba
frente al aprendizaje de un lenguaje más sincrético en base a la teoría de
color y el fundamento visual: libros, cuadros, artistas de renombre, galerías y
modelos de todas las etnias y edades auxiliaban nuestro arduo trabajo
pictórico. Así, nosotros como entidades creativas, nos constituíamos como parte
de esa amalgama variopinta de sujetos y subjetividades que pululaban fuera y
dentro de nuestra escuela de artes y del corazón de Lima tratando de retratarla y de interpretarnos dentro de ella.
Al ingresar a la escuela como cachimbos en el año 1992, existieron algunos ritos bautismales mejor que los agresivos, algunos afectuosos: apodos, vinos, susurros, en una sana y arremetedora competencia con los más adelantados que venían
a auscultar cómo pintabas tu primer bodegón -o cómo también gozaban burlándose-. Escasos personajes se pelaron o raparon el
cabello -ya que el alma de artista jamás se lo permitiría a tu zona adaptada-, así que pelucones, otros con los pelos parados, extraños rapados, teñidos y frisados permanecieron intactos y divagantes. Los que
estaban por egresar y los recién ingresados se cruzaban y reconocían mostrando
sus envolturas corporales con tales fachadas atestadas con ropas exóticas, ojotas, botines punk, sandalias, faldas largas, morrales, chalecos con diseños andinos y kenes selváticos
de colores fulgurantes; casacas de cuero negra o de jean vaquero, largas barbas, cabezas rastas y colas que contrastaban al extremo con aquellos no adaptados de peinado honguito, quienes gustaban de la moda del nightclub,
sea por una onda más formal, new wave-gótica, muy urbana y citadina que abundaba y decantaba en una lucha musical armada al interior de los talleres.
La escuela se componía de tres patios llenos de memoria: en el primero,
balcones de estructura neoclásica y una hermosa pileta; en el segundo patio te
maravillabas por la fila de dioses romanos y grecorromanos -otrora realizados
por expertos artistas del renacimiento-, finamente vaciados en escayolas de
alta calidad: réplicas exactas de aquellas que se encuentran hoy en los museos
más refinados de Europa. Estos calcos fueron pedidos por el primer director de
la Escuela Daniel Hernández: 97 calcos dispuestos en los dos primeros patios nos
ingresaban a un ambiente artístico sacro santo, al cual divinizar o trasgredir -con una caricia por debajo de las telas-,
de un alto y espectacular contenido academicista. Sentarse al costado de una de
estas ya sea para alimentarse, hacer un sketch, tener una tertulia, romance o
una copia al óleo; inconscientemente te llevaba atraído por un dios que te
observaba vigilante desde arriba.
Fueron los tiempos en donde se estudiaba 6 años la escuela; el primer año suponía ser una especie de estudios generales cuando te daban una instrucción sobre todas las especialidades: pintura, escultura, grabado y como base los talleres de dibujo en las noches en la Casa Canevaro. En esa línea, el rigor académico era bastante considerable, había que tener tolerancia para las críticas, aprender la anatomía a la perfección, así como los fundamentos de la forma, del color y la simetría del cuerpo humano. Las vanguardias del siglo XX fueron nuestras grandes inspiraciones. No era fácil, algunos “tiraban la toalla” y emprendieron algún negocio o simplemente se cambiaban de carrera profetizando a lo mejor que el arte no los haría millonarios. Eran 12 horas corridas, entrabas las 9 y salías a las 9, así que en el ínterin había un preciado y esperado bocado a deglutir: el subsidiado almuerzo del restaurante concesionario La Flor de la Canela. Esos platillos eran abundantes en calorías y todo tipo de carnes raras y sopas inventadas; previamente hacías tu cola, te daban un tiquete y buscabas una mesa, una escalera o un sitio en cualquiera de los tres patios para renovar energías porque por las tardes venían los gruesos cursos teóricos, de lo creativo pasabas a lo pasivo: escuchar largas horas y lecturas por lo que más de uno procesaba el almuerzo, a veces durmiendo en plena clase, o te ibas al taller a desparramar el ser en la colchoneta del modelo. Las clases eran a tiza y pizarra verde.
La multimedia y las proyecciones aún no llegaban, así que los famosos transparencias dentro de un carrusel de fotografías o una trasparencia eran el recurso tecnológico más novedoso. A veces algún profesor ponía una película, para adentrarnos en el mundo de la fotografía en movimiento, y nadie en absoluto se opondría. Más allá, nosotros mismos nos organizábamos para asistir a algún cine cercano para gozar de alguna película de Almodóvar, Lombardi o Bertolucci.
Pero en aquella convivencia dentro de la escuela existían verdaderos personajes,
entre profesores, directores, administrativos e incluso aquellos otros que vendían
su arte, sin ser de la escuela, a las afueras de esta, y quizá de todos los
personajes el más resaltante se encontraba descansando o vendiendo; al lado
izquierdo un vendedor de libros de arte y al lado derecho un loco, un simpático
orate o sujeto desconectado de la realidad totalmente inofensivo que dormía en
una esquina entre columnas con un cigarrito en boca, chino y oscuro, semi desnudo que era modelo sin saber de algunos rápidos dibujantes. Pero lo
negro de los recuerdos de su color de piel probablemente fuese por la ausencia del agua y el jabón.
Era tan amable que te pedía 10 céntimos para su cigarro o te pedía que le
invitaras un cigarro para luego observar sentado por horas como pasaban los carros y las carretas.
Eran las épocas del rock alternativo, de la música tecno, del New Wave, de la imperecedera salsa, el meneíto, la macarena y la música criolla. Todas sus líricas tenían que ser analizadas. En esa línea había que acordar un punto de encuentro y de debate y ese era el bar “La Arequipeña” o incluso el mismo taller, donde los recién ingresados y aquellos estudiantes ya avanzados nos "escueleaban" sobre como pintar, que pintar y a que artistas consagrados admirar. Era un aprendizaje desde adentro extendido hacia las afueras. Los vinos poblete se vendían a la vuelta y se compraban a diario por su bajo costo y rápida capacidad para embriagarte. Un botellón podía tener 5 litros y amenizar las reuniones dentro del taller o las furiosas fiestas que se organizaba por el aniversario en el mes de septiembre. La gente se volvía loca, era la fuerza de la naturaleza y la esquizofrenia del artista al ritmo de The Doors.
Así en esta escuela que ahora es ya una universidad; los prospectos a ser
artistas de renombre o infatigables profesores se exigían al máximo para
alcanzar premios y medallas, ese era el incentivo, llegar a sacar la medalla de
oro al final de la escuela; así que todos expandían toda su energía creativa
para destacar y superar con éxito y en saludable o desgraciada competencia los exigentes
jurados que te esperaban dentro de un taller asignado al sacrificio. Creías
angustiosamente esperar un dieciocho, pero te ponían 12. Esa era la exigencia.
No podías pensar que estabas suficientemente preparado para retratar un rostro,
o diseñar un bodegón, ni mucho menos un cuerpo, pero nadie se iba a rendir
hasta llegar al punto de equilibrio perfecto. Finalmente, entre el quinto y el sexto año una
versión de ti mismo y tu cosmovisión ya te permitía pensar con la técnica bien
aprendida tus siguientes trazos creativos; donde ya se vislumbraban aquellos
que podrían tener eventualmente mejores favores en el mercado; quien no siempre
era el más estudioso. Un profesor alguna vez dijo “aunque no lo creas ese, al
que se le ve más relajado, que no va a los cursos teóricos, pero que se
apasiona cuando pinta, es el que llega”.
Eran tiempos aun convulsionados de rondas de rocha-buses, marchas, huelgas, shock fujimorista,
pensiones altísimas, desempleo y migraciones a donde sea; empero nosotros, los estudiantes,
cuando pisábamos la escuela después de las 9am; esa anomia se desvanecía de nuestras
mentes. Entrabas a un pequeño universo paralelo donde admirabas arte, te sumergías en el proceso y te
admiraban por tu destreza. Un lugar donde hacías vínculos de amistad y una lista de contactos en donde a veces externos feligreses se filtraban para
saber quién les podía pintar un cristo pantocrátor, una santa provinciana, un retrato familiar o un reciclado paisaje; la gente se avivaba para poder conseguir esos clientes; era un
mercadito subyacente pero que a la vez ponía a prueba nuestras habilidades de
hacedores de arte.
Los materiales se encontraban a una cuadra, así como alguna que otra
cantina que te guiñaba el ojo. Los señores de limpieza y seguridad acompañaban amistosamente
tus logros o te pedían una copita de vino, ya que su chamba era que nadie
trasgrediera las leyes que el finado Daniel Hernández dejó como legado: el compromiso
de crear una escuela de arte que impartiera el arte clásico europeo, su teoría,
su fondo y su forma, para que cada uno posteriormente tuviera la base para
poder explicar a través de un lienzo, dibujo o grabado las fantasías más
surrealistas o abstractas que internalizabas en aquella época de suspicacias, periódicos
chicha y de entrada a la digitalización de las imágenes. Aquella época era de arte
sin redes sociales ni tutoriales, era arte de aprender observando y abstraer escuchando la destreza de los
excelentes maestros, los alrededores, los atardeceres, analizar los ambientes comerciales de ropas y lentes, tan sociales y mercantiles que te llevaban de paso a incluso olfatear al congreso que ya empezaba a bajar
su nivel intelectual a la par que los diarios chichas inundaban con miles de
imágenes de poco contenido nuestras imaginaciones, las cuales, en extremo
resilientes no tan fácil se dejaron alienar.
Ademar Díaz Aparicio